domingo, 25 de agosto de 2013

El atraco

Publicada en Épale Ccs Nro 44, página 18: http://www.ciudadccs.info/?cat=430

Recién llegado a Caracas me puse a estudiar cuarto año de bachillerato en el liceo Fermín Toro. Todavía me ronroneaba en la oreja la advertencia de mi papá y de una madre postiza: “Cuidado con las malas juntas”. Yo todavía no sé si las juntas que me encontré entonces eran buenas o malas, pero lo cierto es que en una de esas tardes de jubilarnos y caminar sin rumbo por la ciudad yo y dos panas del liceo decidimos tirar un atraco. La víctima iba a ser un taxista.
La cosa la organizamos así: Carlos, el más robusto y con cara de malo, y que además era o parecía mayor que los otros dos, se sentaría adelante en el puesto del copiloto. Ernesto, yo y nuestras respectivas caras de güevones iríamos atrás. Al detenerse el carro en algún semáforo Carlos le clavaba un coñazo al chofer; yo, sentado justo detrás de éste, lo inmovilizaba con una llave de esas que los luchadores llaman “Doble Nelson”. Ernesto y Carlos aprovechaban para sacarle la plata del bolsillo o de donde la tuviera, y en menos de un minuto nos echábamos a correr, cada uno en una dirección distinta.
Paramos el carro en la avenida Baralt; el taxista era un señor gordo con cara de no haber dormido en una semana, buen indicio. Carlos le dijo que nos llevara al hospital de Lídice. Nos montamos y el carro echó a andar por la avenida Sucre.
Cuando pasábamos por Miraflores ya yo había perdido las esperanzas, porque el tráfico estaba ligero y el taxi viajaba a buena velocidad, sin ningún semáforo a la vista. Llegamos a la esquina donde se dobla hacia Lídice, el semáforo estaba en verde y dele, compañero, nada iba a detener a ese carro. A esas alturas yo iba pensando ya en la forma de decirles a los otros que abortáramos la misión, pero no hallaba cómo. El carro subió una, dos cuadras. Justo cuando pasábamos por la calle culebrera donde se encuentra el módulo policial el compa Carlos hizo gala de su tremendo sentido de la oportunidad, y de su fama de peleador callejero, y le encajó aquel rolo e coñazo al taxista en el pescuezo. La vaina sonó y que “prac”, así como cuando uno desguaza la pechuga de una gallina.
Transcurrió un segundo, y después dos. Y tres, y cuatro; el chofer miraba a Carlos, yo lo miraba a él y a Ernesto, los panas me miraban a mí, todo en silencio dentro del carro que bajó la velocidad pero nunca se detuvo. En vista de que yo no cumplí mi parte del libreto y los otros tampoco tuvieron corazón para seguir con el plan, Ernesto tuvo la salida colosal de aquella situación de mierda. Le dijo al taxista: “Perdónelo, señor, es que a él le dan esos ataques de vez en cuando y se pone violento. Por favor nos deja frente al siquiátrico”.

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